lunes, 27 de septiembre de 2010

De la fascinación de los vestigios

  
El arte comenzó al seguir las huellas de un mamut. Probablemente allí mismo nacieron la magia, la religión, la metafísica, muchas cosas más. Y no en estado embrionario; como en el caso del lenguaje, se ingresó de golpe en el mundo. Ahora, qué ironía, ya no sabemos salir de él. De la tierra —esa enigmática inmensidad— se pasó violentamente —es decir: inteligentemente— al mundo. ¿Qué es eso: el mundo? No hallaremos respuesta única. Decidamos aquí sólo una de ellas. El mundo es la conversión de la tierra en Libro. ¡Un libro! Y, ¿qué es un libro? La presencia de la ausencia. ¿Vana palabrería?

La huella dejada en el barro, en la nieve o en la arena por el mamut es el molde de todos los signos. Su horma. Y lo es porque cada huella puede contar una historia. Seguramente contra su voluntad. La historia que cuenta es la de la presencia desplazada. Por aquí pasó una hembra cargada. Son quince ejemplares. Van en busca de agua. Uno de ellos ha sido herido. Pasaron hace cuatro días, hace dos lunas. Y, ¿dónde podríamos topárnoslos?

La historia al pie de estas huellas tiene finalidades eminentemente pragmáticas. Posee un sentido inmediatamente reconocible: la cacería, el sustento de la horda. También, a menudo, la búsqueda de refugio y abrigo. Pero se da el hecho de que allí donde solamente quedan restos de un paso se ha podido articular una historia. Y la historia comienza a cobrar un sentido menos práctico. Alcanza un sentido propio. Entonces la historia se complica. Se enrarece y se enmaraña.

Lo ausente se torna presente y el presente se ensancha hacia atrás y hacia adelante. El tiempo forma nudos y remolinos.

Nuestros antepasados aprendieron a leer (y a escribir) observando estos sellos, estos relieves, estas ramas quebradas en cierta dirección, este aroma de almizcle y heno. La tierra llega a ser un mundo exactamente en el punto en que comienza a hacerse legible. Las cosas llegan a serlo sólo si —y cuando— se convierten en índices, en señales, en eslabones de una cadena. La tierra llega a ser un mundo en cuanto las palabras se encajan en su piel y la levantan como para erigir un tepee.

En esta conversión, en esta transformación, en esta metamorfosis, en esta catástrofe incesante se cifra toda la aventura humana. En su irremediablemente doble carácter fasto y nefasto, prodigioso y amenazante, creativo y destructor. Transitar del parasitismo natural a la construcción destructiva de un mundo artificial ha sido una hazaña cuyo altísimo coste no se sabe aun si será posible afrontarlo.

¿Qué es pensar si no atender el sentido de los vestigios? No parece ser una casualidad que las primeras manifestaciones del arte —huellas sobre huellas sobre huellas...— aparezcan en osamentas y colmillos de las presas tomadas. ¿No es verdad que el primer libro de la historia humana se lee en la concavidad de una concha de tortuga? Con una diferencia esencial: los viejos taoístas dejaban que las huellas del fuego se imprimieran al azar en los caparazones. Nuestros antepasados más lejanos empezaron, a su aire, a dejar sus propias marcas en las cavernas naturales.

Después de todo, esta atención a la huella, al trazo, a la marca, al relieve, no deja de ser un gesto de máxima nobleza.

Pues, ante la tragedia, sólo resta la nobleza. Que es, sin lugar a dudas, lo propio del arte. Por el arte el hombre parecería desear devolver los frutos de la tierra a la inmanencia de la que para asegurar la supervivencia de la tribu fueron arrancados. Un útil sin uso, un signo sin significado, una marca dirigida a cualquier parte.

Es el perfil prodigioso y sorprendente del arte. Un trabajo sin finalidad. Pero merced a una lectura reversiva y revulsiva con sus propias huellas, los signos del mundo comunican con la tierra. Es su <>, es decir, su eficacia.

De ahí la fascinación que sobre los modernos ejercerá la experiencia paleolítica. El <> nace en el instante, siempre nuevo y siempre el mismo, en que los hombres intentan una relación de complicidad, de exaltación, de celebración, de honor y respeto por todo aquello que han debido poner a su disposición o resguardo. Es el momento <> de la <>, como escribirá Maurice Blanchot, del hombre y la naturaleza o, según se ha dicho aquí, de la tierra con el mundo.

Momento feliz y amistoso que se recrea en y por la apertura de esta Expo Mamut 2010 del Museo Comunitario del Zóquite. ¡Buena Ventura!

  
Sergio Espinosa Proa**
Zóquite, agosto 13 de 2010

* Discurso inaugural de la Expo Mamut 2010 del Museo de Zóquite (Zacatecas - México), publicado en el blog del citado Museo.
** El autor es antropólogo y filósofo, autor de numerosos e importantes libros y ensayos, por ejemplo: "Los confines del presente", "Pensar la existencia estética", "El fin de la naturaleza. Ensayos sobre Hegel"


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